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16 de junio 2025 - 17:17hs

Existe un tipo de archivo que no figura en ninguna nube ni en ningún backup automatizado. No se almacena en carpetas ni en servidores. No está indexado ni etiquetado por palabras clave. Sin embargo, está lleno. Rebalsa. Se actualiza todo el tiempo. Se trata de ese conjunto invisible de mensajes escritos pero no enviados, respuestas redactadas y luego eliminadas, confesiones editadas hasta el punto de volverse silencio.

No hablamos aquí del error ni del descuido. Hablamos de un gesto deliberado: formular una frase, dejar que exista durante unos segundos, contemplarla, y después borrarla. No por falta de tiempo. No por inseguridad técnica. Sino porque se evalúa su impacto, su timing, su necesidad. Porque se pesa el efecto más que el contenido. Porque se prioriza el control por encima de la expresión.

En ese archivo de lo no dicho se condensa una sensibilidad profundamente contemporánea: una lógica donde decir algo no es solo emitirlo, sino calibrarlo. Donde hablar ya no es un acto espontáneo, sino una curaduría emocional. Cada mensaje no enviado es el resultado de una microdecisión cargada de cálculo, intuición, miedo o autocensura. Y cada borrador guardado (aunque nunca formalmente guardado) revela una relación cada vez más tensa entre lo que sentimos y lo que estamos dispuestos a dejar escrito.

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No es un fenómeno nuevo, pero sí es nuevo su alcance. Porque nunca antes tuvimos tantas oportunidades de decir, ni tantos mecanismos para no hacerlo. Las plataformas nos invitan a hablar todo el tiempo, a reaccionar, a compartir, a comentar. Pero ese exceso de canales no garantiza mayor comunicación: al contrario, produce una inflación de discurso que vuelve cada palabra sospechosa. Y en ese contexto, lo que no se dice empieza a adquirir un peso específico.

El silencio ya no es ausencia. Es reserva. Es pausa estratégica. Es espacio cargado. Y en el archivo de lo no dicho no reina el vacío, sino la saturación. Ahí habitan todas las respuestas que consideramos demasiado largas, todos los saludos que parecerían forzados, todos los reclamos que decidimos guardar para otra ocasión que nunca llega.

Ese archivo no se consulta. Se recuerda. A veces con culpa, otras con alivio. Pero siempre con la conciencia de que hubo algo que no se dijo. Y que ese algo también formó parte del vínculo. Porque lo que no se dice también construye relaciones. También marca posiciones. También dibuja distancias.

En muchos casos, lo no dicho es más potente que lo dicho. Porque conserva la intensidad de lo que no fue domesticado. Porque no tuvo que adaptarse al código, ni pasar el filtro de lo oportuno. Porque no fue sometido a la economía de los likes, ni a la tiranía de las capturas de pantalla. Lo no dicho es, muchas veces, lo más auténtico que se pensó.

Pero su autenticidad no lo convierte en superior. Tampoco lo vuelve inocente. Porque el acto de callar, cuando se tiene la posibilidad de hablar, también es una forma de intervenir. Es un gesto que decide no ingresar en la escena, pero que deja marcas en los márgenes. Es una edición de la realidad que no por invisible es menos real.

La cultura digital no solo nos permite decir más: también nos entrena para medir cada palabra antes de que salga. Nos forma en la lógica del borrador eterno. Y ese entrenamiento va moldeando una nueva ética de la comunicación: una ética donde lo valioso no es lo que se expresa, sino lo que se logra retener. Donde el prestigio emocional no pasa por la claridad, sino por la contención. Donde la potencia está menos en el texto que en la decisión de no enviarlo.

En ese archivo silencioso, inmaterial, se juega buena parte de nuestra sensibilidad actual. No en lo que mostramos, sino en lo que estamos dispuestos a sostener en la oscuridad del borrador. No en lo que publicamos, sino en lo que protegemos de la mirada ajena. No en lo que gritamos, sino en lo que decidimos no decir, y sin embargo seguimos escribiendo, una y otra vez, en la memoria efímera del teclado.

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